viernes, 7 de agosto de 2015

La autoescuela



Muchos de vosotros sabéis que tengo el carnet de conducir, aunque nunca me hayáis visto conducir. Porque no he vuelto a conducir desde que me saqué el carnet. Así que desde aquí os digo a todos aquellos que aseguran haberme visto conducir un coche igualito al que conduce mi hermana, que no soy yo. Pero tranquilos que no es porque me lo haya sacado en una tómbola, como creen los padres de todo conductor, a juzgar por las indicaciones que hacen a sus hijos cuando están al volante: que si cambia de marcha, reduce, cámbiate ya de carril... Sabéis de lo que hablo, ¿verdad?

Me lo saqué en una autoescuela, como todos. Bueno, para ser sincera, no creo que fuera como todos, porque si a todos os pasó lo mismo no habría tanta gente con coche y esos grandes problemas de aparcamiento.




Aquel verano estaba más libre y decidí invertir mi tiempo y, porque no decirlo, mi dinero, en la autoescuela. El teórico pasó sin pena ni gloria, no tuve muchos problemas. Pronto acertaba todas las preguntas y aprobé a la primera. Era en una de esas autoescuelas  que se hacen las modernas, o por lo menos se lo hacían... que de esto ya hace 5 años, porque los test se hacían por ordenador, y resulta que los ordenadores son cualquier cosa menos modernos, porque en el tiempo que cargaba una pregunta te podías repasar dos temas.

Pero tuve que enfrentarme a otras de las muchas barreras a las que nos enfrentamos los minusválidos. Así que no solo tuve que buscar una autoescuela con coche adaptado o como podría llamarse cariñosamente, tuneado, sino que tuve que hacer dos exámenes médicos. Uno en principio le ve hasta su lógica, dado que la calidad  del examen médico que os hacen a los conductores ordinarios es patético. Y no os ofendáis si os llamo ordinarios, pues yo no me ofendo cuando decís que valgo menos y ni vosotros sois ordinarios ni yo valgo menos. Pero todo pierde su lógica, te enfrentas a un examen médico de poca calidad y luego a uno sin ninguna, dado que el segundo en lugar de ser más serio me sentaron en una silla de escritorio y me hicieron preguntas que podía haber respondido desde casa. Eso sí, no podía olvidar pasar por caja y tuve que esperar un mes y medio para examinarme.
Entre clases teóricas, sendos exámenes médicos, las clases prácticas obligatorias y más horas de autoescuelas que el profesor, casi no me quedó verano. Ya en la práctica la cosa fue muy distinta. La mayoría de los días me tocaba la clase de primera hora de la mañana, por lo que llegaba al coche antes que el profesor y el hombre que andaba en la explanada pidiendo el euro por cuidar el coche me pedía el dinero a mí, hasta que por fin comprendió que yo no trabajaba en la autoescuela y que no iba a pagarle un euro cada vez que fuera a clase, así que me hacía compañía hasta que llegaba el profesor y a él sí le sacaba el dinero.

Así, el primer día de clase le dije quién era mi profesor -por nombre, porque yo no lo conocía-. Pero el “gorrilla”, que es así como se llama a los aparcacoches en Andalucía, se conocía a todos los profesores y prácticamente nos presentó al llegar. Mi primera impresión no fue mala; era un hombre joven, con melenas y parecía agradable…. Así que pensé “vale Ceci, tienes que madrugar para venir a las clases, pero a lo mejor no está tan mal la historia”. El problema es que todo empieza a perder su encanto a pasos agigantados cuando a esas horas de la mañana me pone a Jiménez Losantos, que es la antítesis de mi ideología política. Después de varias mañanas oyendo aquello, una mañana me pone Fito y los Fitipaldis y recuerdo que me dijo “Con música conduces más relajada”. Y yo pensando “No, lo que me pone nerviosa es la Cope con solo un café en el cuerpo”.

Una mañana, después de mi charla matutina con el gorrilla que se sabe mi nombre pero prefiere llamarme amiga, porque le parece más cercano, y en la que siempre me pregunta “¿Amiga hoy hay examen?” y yo le digo que aún no, llega el profe y me dice que me va llevar a un sitio especial. Sé que no tiene intenciones sexuales porque en la radio sigue Jiménez Losantos. El sitio especial eran los montes de Málaga, para practicar las curvas, y porque creo que no sabe qué es lo que le divierte más; si la cara de los alumnos cuando ve a un ciclista en aquellas curvas o la de los ciclistas cuando ven el coche de la autoescuela. De pronto se escucha un ruido, el coche se queda clavado y no quiere andar. Nos cambiamos de asiento y no consigue arrancarlo. Se sale del coche, levanta el capó, vuelve a entrar y me dice: “A ver cómo le explico al de la grúa dónde estamos”. Y continúa diciendo “Esto tiene que ir al taller, así que te llamaré cuando podamos retomar las clases”. Debió cambiarme la cara porque en ese mismo instante quitó la emisora que tanto le gustaba y puso “Soldadito marinero”. Debe ser que Fito amansa a algunos después de la Cope, como la música amansa a las fieras.

Después de un largo tiempo esperando la vuelta del coche del taller, el verano ya se había acabado y después de varios intentos suspendiendo, entre mis buenos amigos corre el rumor de que no me aprobarían hasta que pagase por completo la avería del coche. Aquella mañana el gorrilla me dice “Hoy es el dia amiga”. Era diciembre y, en plena Costa del Sol, el sol había decidido no salir y llovía como yo jamás he visto llover en Malaga. Me tengo que examinar y llevo el coche cargado de compañeras. Antes de comenzar mi examen el profe le aclara al examinador que yo suelo equivocarme entre la izquierda y la derecha, yo más bien diría que tengo dos izquierdas, pero está de mi parte porque me quita la radio y pone Fito. Os preguntaréis si es lo único que escucha el profe. La respuesta es no. También escuchábamos a la Jurado. Así que hoy me sé memoria alguna de sus canciones. Pero volvamos al examen, llovía intensamente, íbamos por una rotonda, era la segunda vuelta porque me equivoqué de dirección (pero tranquilos, que por eso no suspenden), una mujer invadió completamente mi carril para cruzar la rotonda y todos los pasajeros del coche chillaron al unísono. Y yo que vi la cara del profesor de “nos la pegamos”, le grité a él “¡Tranquilo, es mío!” para que no tocase el freno. Salí de la rotonda tan tranquila, como si llevara toda la semana sin escuchar la Cope y hubiera estado yendo a clases de respiración. En ese instante le sonó el teléfono al examinador para comunicarle que quedaban suspendidos los exámenes debido a la lluvia. Yo que continuaba al volante le dije al examinador “Ahora es tarde, señora”, el carnet ya es mío. Y el examinador me pidió que le cediera el asiento a mi profesor. Ya tenía el carnet, estaba aprobada.

Esta entrada va dedicada a Fito, que me encanta desde entonces.